Si empecé a leer a Ivy Compton-Burnett fue, sobre todo, porque mientras traducía los ensayos de Natalia Ginzburg, ésta hablaba de ella con tantas contradicciones como pasión -quizás la segunda va siempre trufada de las primeras-. En uno de los textos que constituyen el volumen de ensayos que Lumen publicará de la Guinzburg este año, hay un texto de 1969 titulado LA GRAN SEÑORITA del que cito algunos fragmentos:
"Aquella a quien Alberto Arbasino suele llamar “la gran señorita”, es decir la novelista inglesa Ivy Compton Burnett, murió en Londres durante el pasado agosto. Lo he sabido hace unos días por un artículo de propio Arbasino. Decir “me disgusta que haya muerto” quizás sea estúpido; estaba, creo, cerca de los noventa años; estaba sola, y su vida debía de ser la de un fósil. Y sin embargo la noticia de su muerte me ha entristecido. Ya no va a escribir sus novelas áridas y geniales. Y yo, que nunca la vi, ya no la veré jamás. (...) Viejísima; pequeñísima; las rodillas envueltas en un chal; el cabello arreglado y colocado “como un peluquín” sobre la frente arrugada y pecosa; las manos arrugadas, heladas y encogidas por la artrosis; y a su lado, sobre un taburete, un cesto del que iba sacando hojas de lechuga que roía “como una tortuguita” a la hora del té. (...)
No tuvo nunca maridos ni hijos. Por las pocas notas biográficas de las solapas de sus libros, se sabe que vivió primero con un hermano y después con una amiga; desaparecidos estos dos seres, estuvo sola. (...) Dice de sí misma: “Empecé a escribir como quería y sintiendo que aquél era mi estilo; y después no me pareció oportuno cambiar”.
(...)
(...)
Raras veces perdía un instante en describir los rasgos de sus personajes, si acaso sólo dos breves apuntes. Si Compton Burnett no se detiene a describir rostros y lugares no es por prisa ni por impaciencia: es más bien por una desdeñosa sobriedad, un rechazo escrupuloso de las cosas superfluas. El ritmo de su escritura no es lento ni rápido: es el ritmo equilibrado exacto y sin excepción de quien sabe a dónde va. Su paciencia es continua e infernal.
Descubrí sus novelas hace unos diez años, durante una época en que viví en Inglaterra. Di con ellas por casualidad. Al leer por primera vez una de sus novelas, tuve la desagradable sensación de haber caído en una trampa. Estaba como clavada a tierra. Las busqué todas. Sé poco inglés; me costaba mucho leerlas y cada tanto me preguntaba por qué estaba leyendo con tanta obstinación y esfuerzo a una escritora que tal vez aborrecía.
(...) Y sin embargo, no dejaba de repetirme que a mí aquellas novelas no me gustaban, que tal vez las aborrecía; que me evocaban cosas extrañas y lejanas a mí: una partida de ping-pong; una partida de ajedrez; un teorema de geometría. Pero de pronto me di cuenta de que me gustaban de una forma furibunda; que me daban felicidad y consuelo; que podía beber en ellas como agua de una fuente. Realmente en ellas no había ni agua ni aire. No había ninguna clase de niebla: la niebla había sido una impresión falsa; por el contrario, reinaba una claridad alucinante, desnuda e inexorable; y en esta inexorable claridad, seres impenetrables se sentaban clavados a sus diálogos atroces, intercambiando palabras que parecían mordeduras de serpiente. Sin embargo nunca derramaban ni sangre ni lágrimas ni sudor; ni siquiera empalidecían, quizás porque ya eran muy pálidos; las heridas les provocaban un dolor lacerante pero sordo, que además de inmediato era engullido por nuevas mordeduras de serpiente. En aquel mundo no había ninguna clase de felicidad posible; la felicidad, entre aquellos seres, no existía siquiera como un dominio perdido; la felicidad no se concretaba de ningún modo más que como un oscuro triunfo del dinero o del orgullo.
No conseguía discernir dónde, en aquellas novelas, residía la poesía: y sin embargo sentía que si en ellas se podía respirar y beber sin aire ni agua, si se sentía, al habitarlas, una felicidad profunda, sedante y liberadora, la poesía tenía que estar; entonces comprendí que su presencia era como la de la naturaleza: totalmente invisible, totalmente involuntaria, ni ofrecida ni destinada a nadie, la poesía estaba allí como el cielo infinito y oscuro que se abría tras aquellas señales malignas y desiertas. Y así una maquinaria ingeniosa se había convertido, por milagro, en algo donde el primero que pasara podía reconocer su destino y su rostro.
Como me pasaba los días leyendo aquellas novelas, durante la época en que estuve en Londres, (...) siempre esperaba encontrarme con Ivy Compton Burnett cuando salía a la calle. Me habían dicho que vivía en el mismo barrio que yo. Por eso espiaba los pasos de las viejecitas que iban y venían por aquellas calles. Un día fui a un almuerzo al que me dijeron que también ella estaba invitada. No vino; y además, me dijeron mis anfitriones, hablaba solo de asuntos triviales, su conversación no era interesante. Pero a mí no me importaba en absoluto su conversación. Me habría gustado verla; y decirle de algún modo, en mi inglés tosco y pobre, cuánto significaban sus libros para mí.
Seguro que le habría parecido ridícula: una persona como yo debía de parecerle ridícula, superflua, sentimental; palabras como gratitud o amor por sus libros debían de parecerle superfluas; debía de ser completamente indiferente a sí misma, como una tortuga: y aquí residía su grandeza. Pero yo habría querido, durante un instante, existir en el campo de su mirada. (...)
AQUÍ ACABA LA CITA.
La verdad es que la Compton Burnett tiene un modo distante y frío de presentar a sus personajes, a los que mayormente conocemos gracias a sus diálogos. No hay descripciones, no hay apenas fragmentos de narración. Todo es el toma y daca de las palabras entre ellos, por norma general familias en las que aparentemente todo funciona pero bajo las que transitan numerosos secretos, amenazas y crueldades.
Como la Guinzburg, yo dudaba de seguir leyendo a medida que leía, pero continuaba convencida de que, al final, encontraría esa recompensa de que hablaba la italiana. Recogí algún fruto, sí, de "Padres e hijos". No los suficientes, sin embargo. Y en lugar de decidir que ya había leído bastante de la Compton, emprendo una nueva andadura de su mano. Esta vez será "Una herencia y su historia", publicada también por Anagrama y con prólogo de la necesaria y brillante Nathalie Sarraute -quien no haya leído sus novelas "Planetario" o "Dicen los imbéciles", que corra a hacerlo.