PROFESIÓN
Esa voz que habla en mí cuando traduzco
Por María Teresa Gallego Urrutia
Nació en Castilla la Vieja a finales del siglo xix. Y me habló sin parar desde que nací y durante todos los días de mi infancia. De todo, sin preocuparse por mi edad. No, no me contaba cuentos tradicionales ni me leía en voz alta —eso lo hacía mi abuelo—. Me contaba el mundo: el de su infancia, el de su juventud, los objetos, la vida cotidiana, los oficios, la ropa, los muebles, el campo y la ciudad, las calles, los comercios, los viajes, las fiestas y los duelos. El argumento de las obras de teatro, de las óperas y de las zarzuelas. También me cantaba esas óperas y esas zarzuelas y los romances viejos que le cantaba a ella su madre. Y las canciones de la guerra de Marruecos, «en el Barranco del Lobo hay una fuente que mana…». Y contaba la vida cotidiana de sus padres y de sus abuelos. A veces llegaba mi madre del trabajo y decía: «Pero, mamá, ¿le estás contando a la niña el ajuar de tu tía abuela Vicenta? A ella qué le importa eso…». Pero a la niña sí le importaba. A la niña le importaba saber qué era un portier y una sortija montada al aire y un vestido de casimir. Y qué quería decir que a una joven le salieran buenas proporciones. Y lo que pasaba en las reboticas. Y que en los descansos del teatro los espectadores fueran al ambigú. Por qué los lañadores eran también paragüeros. Cómo se lavaban las fresas para que no perdieran el aroma. Qué era un cochero de punto. Y que hubo un tiempo en que las cristianas cautivas lavaban pañuelos de hilo y de blonda en la fuente fría el día de los torneos. Y la diferencia entre el hilo y el lino, que son lo mismo como quien dice, pero no del todo.
Quisieron la vida y la suerte que, al crecer, fuera traductora. Y quisieron la vida y la buena suerte que me encomendaran —como suele suceder por lo demás— la traducción de literatura de casi todos los siglos y, entre ella, no pocas obras del siglo xix y principios del xx. Cierto es que para dar con el tono, con el ritmo, con la música, con el vocabulario contaba y cuento con todos los libros leídos y convertidos en carne y sangre propias a lo largo de los años. Pero había —hay— algo más mío aún, algo que no era aprendido sino vivido, algo tan espontáneo que era —es— igual que un reflejo, algo que sale sin pensar, que no cuesta y que da en el blanco en donde tiene que dar sin medir siquiera las distancias: las palabras de mi abuela narrando unos mundos en que yo viví con ella.
Cuando traduzco sé que míos son los dedos que teclean, pero que suya es la voz que me permite decir lo que el autor a quien traduzco me pide que diga.
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Me ha gustado muchísimo este texto de Gallego Urrutia publicado el 21 de febrero de 2011 en la revista Trujamán. Le he pedido permiso para copiarlo en el blog y me lo ha dado. Espero que lo disfrutéis tanto como yo.
(Es que echo mucho de menos a mi abuela. Qué suerte sería tenerla todavía por aquí.)