Empiezan las vacaciones, hoy, para mucha gente. Agosto está aquí mismo. Y andaba pensando qué entrada proponer, y mira por dónde, me ha dado por colgar aquí un fragmento de la última novela que he publicado, "La mitad sombría", en la editorial DVD, que habla sobre la mentira, un tema que, junto al secreto, me interesa sobremanera. Este fragmento, además, forma parte de un libro de cuentos todavía inédito al que por cierto, también pertenece "Padre e hijo", texto al que podéis acceder buscando entre mis links.
A veces una tiene ganas de decir otra vez lo mismo. Éste es uno de esos casos. Espero que os guste. Es el umbral a un blog de agosto que, según veo, se presentará literario, ya veremos de qué manera. Seguiré por aquí. Y os esperaré.
FRAGMENTO DE "LA MITAD SOMBRÍA"
MENTIRAS
Sabía por experiencia que muchas veces la gente inventaba una farsa para tapar otra anterior o, formulado con más sencillez, sabía que una mentira llevaba a otra. Conocía ejemplos de todo tipo, desde aquellas catástrofes que se iniciaban por una mentira absurda, dicha porque sí, por distracción, por cansancio, por puro seguir la corriente, o sea por nada, hasta las que, aún arreglándolo todo, no dejaban de serlo. Después sólo existían dos formas de componerlo: seguir mintiendo o hacer que la mentira se convirtiera en verdad, llevándola a cabo.
La tía de Ename, Marilyn, una mujer resoluta, al parecer de carácter fuerte y de ideas drásticas, había pasado, por culpa de la ley que sin excepción lastra la mentira, los peores momentos de su vida. A Ename se lo había contado su padre, una de esas tardes que pasaban juntos en el sofá, delante del televisor encendido pero sin volumen, delante de algunos botellines de cerveza, delante de un cenicero siempre lleno de colillas, delante de un espejo en el que, si les hubiese interesado, habrían podido observarse como si fueran verdaderos extraños.
La tía Marilyn tenía tres hermanos: Sean -padre de Ename-, Montgomery y Cliff. La tía Marilyn se había ido del pueblo, al igual que Sean y Montgomery. Vivían los tres en un minúsculo apartamento de la ciudad más sucia del país. Allí había ido a visitarlos Cliff, el más joven de los cuatro, sobre todo con la intención de concursar en la Feria de Ganado más prestigiosa que se organizaba a lo largo de todo el año. Por un desgraciado accidente ocurrido en uno de aquellos estúpidos rodeos en los que solía participar, Cliff murió pocos minutos después de sufrir una espectacular caída. Cliff era el preferido de su madre, por ser el menor quizás, el que aún vivía en el pueblo, en la casa materna, el que jamás se había negado a peinarse y a ponerse un traje cualquier domingo para acompañarla a misa o al cementerio, a limpiar la tumba del marido, quién sabe.
Marilyn, Montgomery y Sean se quedaron inmóviles y desconcertados, con el cadáver del chico a los pies, incapaces de mover un solo músculo para hacer absolutamente nada. Y a pesar de que aquella quietud duró una eternidad, al fin acabó y todos pasaron a la siguiente fase: el entierro. ¿Debían avisar a la madre? Discutieron sobre el asunto poco convencidos. ¿Qué había que hacer en un caso como ese? Más aún, ¿qué debía hacerse en ese caso? Montgomery y Sean, por una absurda fórmula que delataba más bien una manera de no tomar cartas en el asunto, aseguraron a su hermana que era la más indicada para decidir pues, no había que olvidarlo, ella al fin y al cabo era, lo mismo que su madre, mujer. Marilyn en otro momento se habría rebelado ante ese ambiguo “al fin y al cabo”, pero entonces ni se dio cuenta de lo que escuchaba. Es más, encontró incluso cierta lógica a lo que acababan de decidir sus hermanos por ella. “De acuerdo”, dijo, “lo haré a mi manera”.
Marilyn llamó entonces a la madre por teléfono y mantuvo con ella la siguiente conversación:
“¿Mamá?”
“Pues claro, quién quieres que sea”.
“Mamá, siéntate”.
“No me da la gana sentarme. ¿Qué ha pasado?”
“¿Cómo sabes que ha ocurrido una desgracia?”
“Espera, un momento, yo no he dicho una desgracia, sólo he preguntado qué ha pasado. ¿Qué ha pasado? Espera un momento, voy a acercar la silla”.
“Mamá, ha pasado una desgracia”.
“De acuerdo, ¿quieres pasar a la frase que sigue a eso? Ya me la has dicho dos veces”.
Marilyn tuvo que contener los sollozos. No estaba bien que empezara a llorar antes de decirle a su madre lo que había ocurrido.
“Mamá, ha pasado una cosa terrible”.
“¡Marilyn, no lo hagas peor todavía!”
“No puede ser peor”.
“¿Se trata de Cliff?”
Marilyn se dijo después, al colgar, una cantidad de veces incontable que, si su madre no hubiese hecho esa pregunta, ella habría sido capaz de llegar hasta el final y de consolarla en el momento oportuno y, acto seguido, decirle que le mandaban entre todos –todos menos uno- el billete de avión para que fuera al entierro. Pero aquella pregunta –quién sabe si por celos o por compasión- lo trastocó todo y, como si no fuera en absoluto dueña de su voluntad, ni de su voz, ni de nada de nada, Marilyn prosiguió:
“Lo peor sería que te diera una mala noticia sobre Cliff, ¿no es cierto?”
“Marilyn, cariño, no he dicho eso”.
“Sí, de algún modo sí lo has dicho”.
“Bueno, pues no quería decir eso”.
“Deberías cuidar más tus palabras”.
“¿Me quieres decir de una vez por todas qué diantre ha pasado?”
“Sean ha muerto. Lo hemos enterrado esta mañana”.
Marilyn oyó a su madre gritar y llorar desesperada al otro lado del hilo. Por fin, cuando volvió al auricular, la oyó preguntar:
“¿Cómo ha sido? ¿Por qué no me habéis avisado para ir al entierro? ¿Cómo estáis? ¿Cómo está Cliff?”
Fue entonces cuando, como una losa de cientos de toneladas, sobre Marilyn cayeron las últimas palabras que dijo en esa conversación su madre, justo antes de colgar sin darle tiempo a responder:
“Id a buscarme esta noche al aeropuerto. Cogeré el vuelo de las nueve”.
Y, en efecto, colgó.
Había que pensar en un plan de respuesta, pero ella sola se sentía incapaz de hacerlo. Fue al tanatorio, en donde Montgomery y Sean velaban el cadáver de Cliff. Les contó lo sucedido y los hermanos, pasmados, dijeron que no podía haber hecho nada así, que era imposible. Marilyn tuvo que jurar por sus muertos –en ese instante allí presente el único que importaba- que era verdad, que no había sabido hacerlo mejor y que había tenido la sensación de que la muerte de Sean le dolería bastante menos que la de Cliff, razón por la cual había mentido de un modo tan absurdo.
¿Y ahora qué? Llamaron de nuevo a casa de la madre, pero naturalmente ya había salido. En eso Marilyn tenía a quien parecerse: rápida y resuelta. No había solución. Iba a llegar esa misma noche y nada más.
Las ideas geniales de Marilyn parecían no tener fin aquel inolvidable día: propuso que fuera solamente Sean al aeropuerto, con lo cual la madre se daría cuenta de inmediato de que la cosa no cuadraba: o Marilyn se había equivocado de nombre o ella había entendido mal. Después, con calma, en el viaje del aeropuerto al tanatorio, Sean le contaría la verdad.
Barajaron muchas más posibilidades, pero todas eran igual de malas. Finalmente, Sean se marchó solo a recoger a la madre.
Recordaba Ename que cuando llegaba a este punto de la historia, a su padre se le llenaban siempre de lágrimas los ojos.
Cuando Sean distinguió a la madre entre los pasajeros y consiguió tras expresivos ademanes que la madre lo viera a él, ésta cayó fulminada en el suelo brillante y frío del aeropuerto, a unos pocos pasos de su hijo mayor. ¿Qué mató a aquella mujer? ¿Pensó que Sean era un resucitado? ¿Se dio cuenta con horror de que, si estaba vivo Sean, podía estar muerto Cliff? ¿Le había llegado su hora?
Al día siguiente, Montgomery, Sean y Marilyn enterraron a su madre y a Cliff en nichos contiguos, cosa que seguramente habrían elegido si hubiesen podido elegir.
Sabía por experiencia que muchas veces la gente inventaba una farsa para tapar otra anterior o, formulado con más sencillez, sabía que una mentira llevaba a otra. Conocía ejemplos de todo tipo, desde aquellas catástrofes que se iniciaban por una mentira absurda, dicha porque sí, por distracción, por cansancio, por puro seguir la corriente, o sea por nada, hasta las que, aún arreglándolo todo, no dejaban de serlo. Después sólo existían dos formas de componerlo: seguir mintiendo o hacer que la mentira se convirtiera en verdad, llevándola a cabo.
La tía de Ename, Marilyn, una mujer resoluta, al parecer de carácter fuerte y de ideas drásticas, había pasado, por culpa de la ley que sin excepción lastra la mentira, los peores momentos de su vida. A Ename se lo había contado su padre, una de esas tardes que pasaban juntos en el sofá, delante del televisor encendido pero sin volumen, delante de algunos botellines de cerveza, delante de un cenicero siempre lleno de colillas, delante de un espejo en el que, si les hubiese interesado, habrían podido observarse como si fueran verdaderos extraños.
La tía Marilyn tenía tres hermanos: Sean -padre de Ename-, Montgomery y Cliff. La tía Marilyn se había ido del pueblo, al igual que Sean y Montgomery. Vivían los tres en un minúsculo apartamento de la ciudad más sucia del país. Allí había ido a visitarlos Cliff, el más joven de los cuatro, sobre todo con la intención de concursar en la Feria de Ganado más prestigiosa que se organizaba a lo largo de todo el año. Por un desgraciado accidente ocurrido en uno de aquellos estúpidos rodeos en los que solía participar, Cliff murió pocos minutos después de sufrir una espectacular caída. Cliff era el preferido de su madre, por ser el menor quizás, el que aún vivía en el pueblo, en la casa materna, el que jamás se había negado a peinarse y a ponerse un traje cualquier domingo para acompañarla a misa o al cementerio, a limpiar la tumba del marido, quién sabe.
Marilyn, Montgomery y Sean se quedaron inmóviles y desconcertados, con el cadáver del chico a los pies, incapaces de mover un solo músculo para hacer absolutamente nada. Y a pesar de que aquella quietud duró una eternidad, al fin acabó y todos pasaron a la siguiente fase: el entierro. ¿Debían avisar a la madre? Discutieron sobre el asunto poco convencidos. ¿Qué había que hacer en un caso como ese? Más aún, ¿qué debía hacerse en ese caso? Montgomery y Sean, por una absurda fórmula que delataba más bien una manera de no tomar cartas en el asunto, aseguraron a su hermana que era la más indicada para decidir pues, no había que olvidarlo, ella al fin y al cabo era, lo mismo que su madre, mujer. Marilyn en otro momento se habría rebelado ante ese ambiguo “al fin y al cabo”, pero entonces ni se dio cuenta de lo que escuchaba. Es más, encontró incluso cierta lógica a lo que acababan de decidir sus hermanos por ella. “De acuerdo”, dijo, “lo haré a mi manera”.
Marilyn llamó entonces a la madre por teléfono y mantuvo con ella la siguiente conversación:
“¿Mamá?”
“Pues claro, quién quieres que sea”.
“Mamá, siéntate”.
“No me da la gana sentarme. ¿Qué ha pasado?”
“¿Cómo sabes que ha ocurrido una desgracia?”
“Espera, un momento, yo no he dicho una desgracia, sólo he preguntado qué ha pasado. ¿Qué ha pasado? Espera un momento, voy a acercar la silla”.
“Mamá, ha pasado una desgracia”.
“De acuerdo, ¿quieres pasar a la frase que sigue a eso? Ya me la has dicho dos veces”.
Marilyn tuvo que contener los sollozos. No estaba bien que empezara a llorar antes de decirle a su madre lo que había ocurrido.
“Mamá, ha pasado una cosa terrible”.
“¡Marilyn, no lo hagas peor todavía!”
“No puede ser peor”.
“¿Se trata de Cliff?”
Marilyn se dijo después, al colgar, una cantidad de veces incontable que, si su madre no hubiese hecho esa pregunta, ella habría sido capaz de llegar hasta el final y de consolarla en el momento oportuno y, acto seguido, decirle que le mandaban entre todos –todos menos uno- el billete de avión para que fuera al entierro. Pero aquella pregunta –quién sabe si por celos o por compasión- lo trastocó todo y, como si no fuera en absoluto dueña de su voluntad, ni de su voz, ni de nada de nada, Marilyn prosiguió:
“Lo peor sería que te diera una mala noticia sobre Cliff, ¿no es cierto?”
“Marilyn, cariño, no he dicho eso”.
“Sí, de algún modo sí lo has dicho”.
“Bueno, pues no quería decir eso”.
“Deberías cuidar más tus palabras”.
“¿Me quieres decir de una vez por todas qué diantre ha pasado?”
“Sean ha muerto. Lo hemos enterrado esta mañana”.
Marilyn oyó a su madre gritar y llorar desesperada al otro lado del hilo. Por fin, cuando volvió al auricular, la oyó preguntar:
“¿Cómo ha sido? ¿Por qué no me habéis avisado para ir al entierro? ¿Cómo estáis? ¿Cómo está Cliff?”
Fue entonces cuando, como una losa de cientos de toneladas, sobre Marilyn cayeron las últimas palabras que dijo en esa conversación su madre, justo antes de colgar sin darle tiempo a responder:
“Id a buscarme esta noche al aeropuerto. Cogeré el vuelo de las nueve”.
Y, en efecto, colgó.
Había que pensar en un plan de respuesta, pero ella sola se sentía incapaz de hacerlo. Fue al tanatorio, en donde Montgomery y Sean velaban el cadáver de Cliff. Les contó lo sucedido y los hermanos, pasmados, dijeron que no podía haber hecho nada así, que era imposible. Marilyn tuvo que jurar por sus muertos –en ese instante allí presente el único que importaba- que era verdad, que no había sabido hacerlo mejor y que había tenido la sensación de que la muerte de Sean le dolería bastante menos que la de Cliff, razón por la cual había mentido de un modo tan absurdo.
¿Y ahora qué? Llamaron de nuevo a casa de la madre, pero naturalmente ya había salido. En eso Marilyn tenía a quien parecerse: rápida y resuelta. No había solución. Iba a llegar esa misma noche y nada más.
Las ideas geniales de Marilyn parecían no tener fin aquel inolvidable día: propuso que fuera solamente Sean al aeropuerto, con lo cual la madre se daría cuenta de inmediato de que la cosa no cuadraba: o Marilyn se había equivocado de nombre o ella había entendido mal. Después, con calma, en el viaje del aeropuerto al tanatorio, Sean le contaría la verdad.
Barajaron muchas más posibilidades, pero todas eran igual de malas. Finalmente, Sean se marchó solo a recoger a la madre.
Recordaba Ename que cuando llegaba a este punto de la historia, a su padre se le llenaban siempre de lágrimas los ojos.
Cuando Sean distinguió a la madre entre los pasajeros y consiguió tras expresivos ademanes que la madre lo viera a él, ésta cayó fulminada en el suelo brillante y frío del aeropuerto, a unos pocos pasos de su hijo mayor. ¿Qué mató a aquella mujer? ¿Pensó que Sean era un resucitado? ¿Se dio cuenta con horror de que, si estaba vivo Sean, podía estar muerto Cliff? ¿Le había llegado su hora?
Al día siguiente, Montgomery, Sean y Marilyn enterraron a su madre y a Cliff en nichos contiguos, cosa que seguramente habrían elegido si hubiesen podido elegir.
6 comentarios:
Sobre la mentira me quedo con esta cita que también pertenece a tu libro: “Hay muchas cosas parecidas a la muerte. La impostura es sólo una de ellas.”
Lluís Satorras escribe sobre La mitad sombría en Babelia: “En escenas compuestas por un lenguaje de gestos desgarrados y frases taxativas, que remiten al expresionismo de Valle-Inclán, se nos prepara para entrar en el centro del relato en que esos tres seres extraviados despojándose incluso de sus verdaderos nombres viven como mendigos en la gran ciudad. La ausencia de nombres y su marginalidad social los hermanan ahora con algunos personajes de Samuel Beckett.”
Cuando leí la crítica de Satorras, coincidí con él en que tus personajes, como los de Beckett, buscan un sentido a su vida, pero sólo consiguen desdibujarse, desintegrarse, porque cuando contemplan el mundo no ven una síntesis coherente sino un conjunto informe (se vuelven irreconocibles los espacios, los tiempos, las presencias y proyectos que aparecían como seguros y definitivos -copiado de la contraportada-) por eso el mundo se les desmonta como un castillo de arena.
Nunuaria:
Tienes razón y estoy de acuerdo contigo. Para mis personajes, además, es natural desdibujarse, es su modo de estar.
El mundo es sólo una forma de ver la realidad, la que hemos heredado, la que hemos aceptado, la que empleamos para comunicarnos con los demás. Y la realidad, a su vez, no es sino una palabra que designa tantas cosas como personas en la historia hay, ha habido y habrá.
La realidad, como la mentira, es una impostura, que tanto se parece a la muerte.
"La realidad, como la mentira, es una impostura, que tanto se parece a la muerte." No admite réplica. Me sumo.
Ya somos dos, pues. El equipo crece. ¡Jajajajaja!
¡Ya somos dos!
Y vamos y venimos.
¡Qué coordinación!
Ya tienes respuesta a tu pregunta en mi blog.
Este ir y venir me dio risa.
Besitos.
:)
Tu libro Flavia,con esa forma de cuento, con esa busqueda de algo pendiente de encontrar, y con esas pérdidas inesperadas de las vidas cotidianas de tus personajes, me hizo reflexionar bastante sobre lo inestable de nuestro día a día, sobre lo dicho y lo no dicho, sobre la amistad, el amor, la soledad y lo que nos ocultan y ocultamos.
Este fragmento que has publicado es perfecto para tener ganas de volver a leerlo.
Así que animaros a hacerlo, pq vale la pena......
Publicar un comentario