MARTES 26 DE JULIO DE 2011.
TRAIDUCIRSE 2
Por Flavia Company
No pocas veces me han preguntado de qué manera reparto el bilingüismo creativo entre mis escritos literarios o, lo que es lo mismo, cómo elijo el castellano o el catalán en el momento de comenzar una nueva obra, ya sea novela o libro de cuentos.
He intentado contestar un sinfín de veces a esa cuestión sin demasiado éxito, pues es complicado saber el porqué de algo tan visceral o, mejor dicho, inconsciente. La lengua en la que se escribe viene con lo que se escribe y se da una cuenta del idioma en que está narrando una vez inmersa en el proceso, no antes. (Al menos en mi caso, se entiende).
Lo que sí me parece claro es que, si bien puede traducirse la obra escrita, no ocurre lo mismo con la que se está escribiendo. Me explico: puede una verter de una lengua a otra la obra ya creada, concretada, realizada, pero no puede una mudarse de un idioma a otro mientras está trabajando todavía. Imaginemos que comenzara yo una novela en catalán y me diera cuenta de la conveniencia cuantificable de escribirla directamente en castellano. Misión imposible. Solo podría traducirla una vez terminada.
Tengo una explicación para ello: es sin duda factible traducir el texto acabado, pero no el pensamiento en acción. Una lengua supone una concepción del mundo, un tono, una mirada, una estructura y un orden. La escritura bebe de todos esos elementos sin tregua y su coherencia depende de la armonía entre los mismos.
No hay conflicto entre mis dos idiomas. Se llevan bien en el espacio que les ofrezco. Es posible que a veces se contagien, pero conviven en mi estómago —o tal vez uno en el estómago y el otro en el alma— con absoluta naturalidad.
Ha habido veces, sin embargo, en que he tenido que oír opiniones acerca de la necesidad de elegir solamente una lengua, acerca de la imposibilidad de mantener la creación en dos distintas o de la dificultad que eso suponía para etiquetarme —esto último es sin duda una realidad, pues se pueden encontrar mis libros en las secciones de literatura hispanoamericana, catalana o española a la vez e incluso en la misma librería—.
Esos comentarios radicales, con los que obviamente estoy en profundo desacuerdo, me han recordado siempre a la señora Shortley —atención a ese «corto» apellido—, aquel personaje de Flannery O’ Connor, de su cuento «El expatriado», a quien su marido atribuía la siguiente idea: «Habría muchos menos problemas si todo el mundo supiera solo su idioma. Mi mujer decía que saber dos idiomas era como tener ojos en la nuca».
Si así fuera, lo que yo digo es que no se puede mirar con los ojos de la nuca y los de la cara a la vez.
Seguirá.