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Hablábamos hace unos días del tiempo que hacía que no le sacábamos punta a un lápiz.
Resulta que desde el martes pasado utilizo el reloj de pulsera de mi abuelo, y resulta que funciona dándole cuerda cada veinticuatro horas, y que hace ese ruidito característico que hacía antes el tiempo, cuando tenía sonido, tac tac tac tac tac tac...
Mis primeros relojes, los que tuve pongamos entre los ocho y los doce años, eran de cuerda. No me había acordado nunca más. Es curioso, tener que acordarse cada noche de darle un empujoncito al tiempo para que siga andando. Muy simbólico, metafórico... Da para mucho, un mucho que no voy a enumerar.
O sea, no lleva pilas, es decir que no se gasta -el tiempo- y que no contamina -el tiempo-. Quizás podríamos empezar por ahí. Podríamos recuperar los relojes de cuerda y los lápices de madera - los portaminas son de plástico, y contaminan-.
El reloj de mi abuelo, que después perteneció a mi tío, y que tiene una historia rocambolesca que tal vez algún día decida contar incluso por escrito, no es el que aparece en la foto, pero es similar. Ahora llevo a cuestas el tiempo de la familia. Me siento responsable de todos mis desaparecidos. De pronto los represento. El reloj que llevo puesto ha medido el tiempo de muchos lugares del mundo, ha cambiado de hora, ha presenciado impaciencias, lentitudes, prisas. Lleva implícita la mirada de mi abuelo, la de mi tío, la de la gente que les pidió la hora por la calle alguna vez.
Siempre me han gustado los relojes. Me fascina que se crean capaces de mesurar las horas, como si fueran todas iguales, como si existieran.