Ilustración: Martín TognolaQué cosas tan curiosas ocurren a veces. Estaba yo la semana pasada colgando en el blog un fragmento de mi novela "Melalcor" cuando, de pronto -como siempre- sonó el teléfono. Era Maestro, del Periódico, para pedirme un cuento, de Reyes o de Navidad, para el suplemento especial de los días de fiesta.
Yo no escribo por encargo, pero el fragmento de la novela que acababa de colgar era, por así decirlo, casi un cuento de Reyes. Que además, al releerlo, me había hecho gracia.
Y ésa fue la razón por la que pude aceptar, porque el cuento precedía a la petición. De no haber estado colgando esa mañana aquel fragmento, no lo habría recordado al recibir la llamada de Maestro y habría declinado la amable invitación.
Aquí está el cuento que escribí, con la ilustración que lo acompañó ayer en El Periódico, que por cierto me ha encantado. Así que gracias, Martin Tognola.
La última noche de Reyes
Publicado en "El periódico de Catalunya", 6 de enero 2008.
Flavia Company
Notaba, o mejor dicho sabía, que la gente que lo rodeaba era más importante que él. Siempre. Era de esas intuiciones infantiles que se tienen antes de ser capaz de expresarlas. Y la única sensación especial acerca de su persona se desvaneció con el conocimiento de la verdad sobre los Reyes de Oriente. Fue como tragarse un sorbo de lejía: lo destruyó por dentro.
Nunca olvidaría aquellas horas. Sus padres habían salido. A casa de la abuela Miquel, para llevarle el pavo que tenían que zamparse aquellas fiestas. Con ciruelas y manzanas y piñones metidos por un agujero que le hacían atrás. Los pavos le daban pena, con aquel cuello estrecho, torcido y pelado.
Mientras tanto él, que acababa de cumplir siete años, se puso a hacer lo que le habían prohibido, o sea a jugar por toda la casa con el coche de bomberos a control remoto que le habían regalado su tío y el novio de su tío, al que toda la familia llamaba el amigo de Charli. Mira por dónde, el coche de las narices, después de sortear infinidad de obstáculos, fue a parar bajo la cama de sus padres y allí quedó enganchado. No había nadie que pudiera ayudarlo. Incluso el yayo había salido; se había escapado hacía un par de horas, y en aquel momento no le apetecía ir a buscarlo al agujero en el que siempre se escondía; más que un abuelo, parecía un topo.
Así que, como no conseguía sacar el coche con el mando a distancia ni adelante ni atrás ni a derecha ni a izquierda, se agachó para cogerlo. Vio un montón de paquetes envueltos con papel de regalo y un pensamiento absurdo le invadió la mente en contra o sin la intervención de su voluntad: los Reyes están aquí. ¿De día? ¡Miedo! ¡Miedo! Miedo incontrolable, nuevo. Tragó saliva. ¿Por qué habían ido a su casa? ¿Sabían que estaba solo? Por supuesto, lo sabían todo, por ejemplo lo mal que se había portado durante el año, que no le gustaba ducharse, que no obedecía a la primera, que odiaba a sus primos. Su madre se lo había dicho muy clarito: "Si sigues así, los Reyes, que reciben informes detallados sobre todos los niños del mundo, no te traerán nada de lo que les has pedido".
A él los Reyes le habían dado siempre terror. Le gustaban los regalos, eso sí, pero detestaba sus trajes de terciopelo, su vejez y sus camellos. Miró a su alrededor, preocupado, y se sentó en la cama, a pensar. No tuvo que darle demasiadas vueltas al asunto. Una vez fue capaz de controlar la respiración agitada y de desoír los latidos de su corazón, que de pronto, en lugar de uno, parecían dos o tres, escuchó durante un rato y se convenció de que no había nadie más en el piso. Había estado solo tantas veces que conocía a la perfección ese silencio. La radio de la vecina a lo lejos, la cisterna del de arriba, la máquina de coser de la de al lado, el ascensor.
Recuperó el coche de debajo de la cama con una considerable carga de pelusas que le produjeron un ataque de estornudos en serie, y se sentó a esperar el regreso de la familia en el tresillo de la sala frente al televisor apagado, en cuya pantalla se reflejaban las luces intermitentes del árbol de Navidad. Cuando sus padres volvieron de casa de la abuela no relató nada de lo acontecido. Por otra parte, tampoco nadie le preguntó.
La noche del día 5 y a instancias de sus progenitores dejó, con desconfianza, tres vasos de vino, unas almendras y agua para los camellos, y también algunos zapatos repartidos por distintos lugares y se fue a dormir tan tarde como le permitieron, después de comprobar, con disimulo, que los paquetes seguían debajo del lecho nupcial.
Esperó con paciencia hasta la madrugada del 6 de enero para ver si se confirmaban sus sospechas. Los padres llamaron como siempre temprano a la puerta de su habitación con gritos de júbilo: "Han venido los Reyes, han venido los Reyes y te han dejado un montón de cosas". Y sí. Allí estaban. A paquete por zapato. El papel de regalo era el mismo que había visto, y debajo de la cama de sus progenitores no quedaba nada. Fue fácil entenderlo: los Reyes Magos pasaban de él --no conocían siquiera el nimio hecho de su existencia-- y sus padres, para que no se traumatizara, se veían obligados a montar toda esa pantomima.
Desenvolvió los regalos uno por uno, y cuando los tuvo abiertos y descubrió que estaban todas las cosas que había pedido en la carta de aquel año, miró a sus padres con agradecimiento y, también, con una compasión todavía inconsciente.